ANA
Hubo una vez una
abuelita que no había tenido mucha fortuna en eso del amor, por ello no había
tenido hijos aunque era llamada abuela únicamente por su avanzada edad. Cuando
alguien no la conocía por su nombre, Ana, se dirigían a ella con un “¡Eh,
abuela…!”
Cuando Ana recordaba
su vida amorosa, porque la tuvo, siempre decía que tenía un don especial para
que se fijasen en ella los tipos más bobos, insensibles y egoístas del mundo a
los que descubría un poco tarde, pues al principio de la relación todos eran
casi perfectos para ella.
Tenía un bagaje
sentimental de cinco o seis relaciones lo suficientemente largas para conocer y
desenmascarar a los “lobos con piel de corderos” como le gustada a ella
denominarlos. Rompía estas relaciones
estando totalmente enamorada pero su dignidad seguía intocable.
Al que más recordaba
era a Pepe, un profesor de instituto, simpático y parlanchín que la tenía
totalmente engatusada con mimos y agasajos varios. Ana estaba convencida de que
Pepe sería el último intento de formar una familia estable: ¡Por fin el destino
le había puesto en su camino un hombre que merecía ser amado sin reservas. Gracias,
Dios mío!
La relación comenzó
cuando los dos ya habían alcanzado la cincuentena. Él era un hombre separado
con hijos mayores que vivía solo en una ciudad próxima a la de Ana. La suya fue
una cita a ciegas provocada por una conocida de Ana, que leyó en la sección de
anuncios breves de un diario provincial “Funcionario jubilado busca mujer seria
para una relación estable” Cuando, esta
conocida de Ana, le llevó el número de teléfono del anunciante, Ana, todavía no
se había repuesto emocionalmente de su última ruptura e hizo caso omiso de la
algarabía con que la otra le traía la panacea de su infortunio. -“Fíjate, un
hombre instruido como a ti te gustan, que busca una relación seria… ¿Quieres
que llame yo?”- Ana, agradeció el interés pero denegó llamar a un desconocido
cual buscona en celo y, desde luego, que otra lo hiciese en su nombre: ¿A saber
las intenciones de un individuo que recurría a un anuncio para emparejarse…?
Volvería a oír decir
a su madre y hermanas, ya casadas -“¡Pero hay que ver el mal ojo que tienes para los
hombres. Pobrecita qué mala suerte tienes!”- Se negaba rotundamente a ser
considerada la víctima de la familia por no haber tenido la perspicacia de sus
hermanas, que sí estaban bien casadas. Le molestaban aquellas miradas piadosas
que la hacían sentirse inferior y desvalida; máxime cuando su madre le
espetaba: –“Cuánto me gustaría verte bien casada antes de morir”-
Cada vez que una
relación terminaba, además del dolor propio, tenía que soportar repetitivos
comentarios de este tipo que le hacían tanto daño como la propia ruptura.
Sin quererlo,
comenzó a pensar en el hombre del anuncio: ¿Y si fuese la persona que el
destino pone a mi alcance…Y si fuese ese el hombre con el que siempre
soñé? Trató de convencerse; diciéndose
que no había nada obsceno en tratar de hallar la felicidad. Qué, tal vez se
arrepentiría, pasado el tiempo, de no hacer aquella llamada y que, posiblemente, fuese la única oportunidad que le quedaba, a
sus cincuenta y tres años, de intentarlo por última vez.
Después de unos días
de deliberar la conveniencia de llamar, notaba un hormigueo de ilusión ante la
perspectiva de encontrarse con aquel desconocido, especie de Rey Mago, que
estaba destinado a compartirlo todo con ella. Anduvo fantaseando sobre el
primer encuentro con aquel príncipe azul de los cuentos que había leído de
niña.
Aquella mañana de
febrero lucía un sol primaveral anticipado que auguraba buenos presagios. Cogió
el teléfono, carraspeó para aclarar la voz y sintió como le temblaban las
piernas mientras pensaba en qué decir cuando descolgasen al otro lado.
–“¿Dígame?” sonó una voz de barítono (para Ana, la voz era algo determinante
para catalogar al otro) –“Hola, me llamo Ana y llamaba por el anuncio”-
Hablaron largo rato
sobre sí mismos, ella supo que él tenía cincuenta y nueve años que daba clase
de francés en un instituto y poco más. Quedaron
en conocerse en una cafetería a mitad de camino entre la ciudad de él y la de
Ana. Cuando colgó el teléfono la sensación que le transmitió aquel hombre que
dijo llamarse José (aunque todos lo conocían por Pepe) no podía mejorarse:
hablaba pausada y amigablemente, como si se conociesen de siempre, detalle que
agradeció y tranquilizó a la nerviosa Ana.
Era martes y
quedaron en verse el próximo sábado a las cuatro de la tarde porque ella quería
que la cita fuese antes de que anocheciese.
Había pensado una estrategia si acaso el hombre no respondía a la idea
que se había forjado de él, a través de su voz, o no le gustaba por algún
motivo: tomarían un café y pondría una disculpa para irse pronto.
Ana, recordaba con
nitidez aquel sábado de febrero que amaneció frio y desapacible echando al
traste el vestuario que había pensado ponerse para la cita. La mañana la pasó
mirando el armario para ese primer encuentro que sería decisivo. Sabía lo
importante que era la primera impresión para aceptar o descartar a alguien que
ibas a ver por primera vez. Finalmente se decidió por una falda de paño marrón,
un jersey celeste que la favorecía mucho, un abrigo color camel con cuello de
zorro y botas altas marrones. Se maquilló lo justo para no dar pistas equivocadas
(eran reminiscencias de un reciente y largo período fascista y una educación católica
entregada a la causa del régimen franquista) Por tanto tenía muy claro qué pensaban los hombres
de las mujeres muy pintadas.
Cuando lo vio supo
que era él por la descripción que le había dado: Pelo blanco, gafas y un abrigo
azul marino. Se acercó a la mesa mientras él se levantaba para recibirla con
una sonrisa pícara. Sus primeras palabras fueron:-“¡Caramba que bien
empaquetada vienes!”- Le hizo gracia la apreciación extraña y ocurrente.
Comenzaron por
romper el hielo de la forma más simple de todas: hablar del tiempo ya que
durante la semana había lucido un sol espléndido y hoy, sábado, hacía un día
perruno. Ana lo observaba en silencio mientras él le iba contando algo más de
su vida. Hablaba mucho pero no era petulante; aunque sí le llamo la atención
que hablase de sí mismo en tercera persona: “Pepe, dijo…a Pepe le gusta” En
algún momento cortó su discurso y le preguntó –“¿Y tú…cuéntame algo más sobre ti?”-
Ana, lo miró fijamente y desgranó, a grandes rasgos, sin entrar en detalles,
que dejaría para un segundo o tercer encuentro, su historia vital muy abreviada.
No convenía desnudar su alma ante alguien que acababa de conocer… Tenía que ser
prudente basándose en experiencias anteriores. Le contó que vivía con su madre
desde que ésta enviudase siete años atrás, que tenía dos hermanas casadas y
cinco sobrinos. De su vida sentimental habló muy por encima aduciendo que
habían sido relaciones que no cuajaron por diversos motivos. En un momento de
la conversación él dijo:-“¿Por qué no quitas el abrigo?- Me gustaría ver lo que
hay dentro del paquete”- Ana quitó importancia a ese comentario aunque no le
gustó en absoluto. Todo iba bien hasta ese momento, ¿Por qué darle importancia
a un comentario desafortunado? Tal vez quiso hacerse el gracioso...Le contestó
en el mismo tono jocoso- “Los regalos se hacen en fechas señaladas. Tengo frío
y, además no voy a sacar toda la artillería el primer día”- Rieron a carcajadas
la ocurrencia de Ana y así comenzó todo.
Estuvieron tres años
viéndose y hablando horas por teléfono. Ana le presentó a su madre, que estaba
encantada y aprobaba esta relación sin ponerle un solo pero. Sus hermanas
decían que era el hombre ideal para ella: simpático, culto y muy divertido. Por
su parte él le presentó a sus dos hijos, Manuel y Carlos, dos chicos aún
jóvenes para la edad de su padre que se había casado después de los treinta.
Todo iba de perlas, la aceptación y la aprobación de las dos familias le daban fuerzas
y seguridad de que esta vez era la elección perfecta llegando a barajar la
posibilidad de vivir juntos, petición que Pepe hacía cada domingo cuando se
reunía toda la familia en casa de su madre para comer juntos, teniendo como
aliados a sus hermanas, cuñados y sobrinos. Mientras a su madre esta
posibilidad la ponía un tanto inquieta por miedo a la soledad, pero Pepe la tranquilizaba
y le prometía acudir cada domingo para almorzar como un miembro más de la
familia que ya era suya.
Desde que sus
hermanas se habían casado los domingos se reunían todos en casa de su madre
para comer y pasar el día juntos. Era una tradición familiar que Pepe valoraba
siempre como algo hermoso y muy entrañable. Envidiaba a aquella familia tan
unida tal vez porque la suya se había roto hacía ya algunos años y era lo que
más añoraba tras su ruptura matrimonial.
Finalmente, después
de algunos meses, Ana accedió a irse a vivir con Pepe a la ciudad cercana de
éste. Estaban pletóricos e ilusionados ante la nueva situación de vivir en
pareja compartiendo sus vidas, deseos y proyectos en común. ¡Era maravilloso,
casi perfecto!
Los primeros días
Ana los empleó en poner su nuevo hogar a su gusto, decorando cada rincón con la
ilusión de una niña. Pepe era feliz al verla disfrutar y comprobar que era una
perfecta ama de casa. El primer año fue una constante luna de miel con los
pequeños roces sin importancia que conlleva la adaptación de la convivencia. Ana
ponía todo de su parte para hacer feliz a aquel hombre que amaba más que a
ninguno de los que había querido.
Las primeras
desavenencias serias vinieron por culpa del dinero. Ana, a petición de Pepe,
había dejado su puesto de auxiliar de farmacia en el que llevaba trabajando
desde hacía más de treinta años. Tenía una relación estupenda con sus jefes que
la consideraban una más de la familia. Cuando Ana notificó a sus jefes el deseo
de irse a otra ciudad para vivir con Pepe, ellos le mostraron el verdadero
cariño y consideración que le tenían diciendo que si las cosas no iban bien con
Pepe siempre tendría un hueco, difícil de llenar, en aquella farmacia. Ana, les
pidió como favor que la despidiesen para arreglar los papeles del desempleo.
Corrían los años 80 y el Gobierno de la UCD acababa de reformular la prestación
por desempleo que tenía un alcance máximo de 18 meses de duración, Ana dijo a
sus jefes que le vendría muy bien esa ayuda para comenzar su nueva vida y que,
por supuesto, renunciaba a los derechos de indemnización ya que era una baja
voluntaria.
La vida en
pareja tardó en hacer aguas los 18 meses que duraron los ingresos por desempleo
de Ana. Ahí empezaron las broncas y desencuentros cada vez más difíciles de
salvar. Ana se veía obligada a pedir dinero a Pepe para el sustento de la casa;
hasta ese momento la cantidad aportada por Pepe era mínima ya que vivían casi
exclusivamente de lo que aportaba Ana, mujer desinteresada y que daba al dinero
la importancia justa. Jamás dio importancia a la cuestión de quién abastecía y
sustentaba el hogar. Habían hablado del tema en ocasiones y Pepe siempre decía que
no se preocupase pues sus ingresos como profesor eran suficientes para tener
una vida cómoda aunque sin grandes lujos. Ahora que dependía económicamente de
él, cada vez que tenía que pedirle dinero para hacer compras se sentía muy
molesta porque él no se adelantaba
a prever gastos, dejar dinero o
preguntarle si lo necesitaba…Ella no estaba acostumbrada a depender de nadie
para sustentarse y el tener que pedir dinero le parecía una humillación
innecesaria de la que Pepe parecía gozar cada vez que sucedía. A la vez que en
cada una de las ocasiones la acusaba de derrochona y consumista. La perplejidad
de Ana era tan paralizante que a veces
se quedaba sin argumentos, lo que él aprovechaba para darse toda la razón.
Finalmente, Ana, en un nuevo intento por salvar la pareja, decidió pedir tiques
de todas las compras que hacía, entregárselas a Pepe para que viese en lo que
gastaba el dinero que le daba. Otra opción que le propuso fue que se encargase
él de ir a la compra y así comprobar la carestía de las cosas. A esto último,
Pepe, se negó rotundamente-“Para qué demonios hay una mujer en esta casa…”-
decía casi con desprecio.
La última
discusión fue por unas medias que se compró en unos grandes almacenes que
tenían fama de caros y ella había ido porque estaban en rebajas, las compró a
casi la mitad de su precio. Pero a él le pareció otro gasto superfluo. Abrió el
cajón donde Ana guardaba su ropa interior y comenzó a desparramarla encima de la cama
mientras maldecía y le dedicaba toda clase de improperios. Ese fin de semana
decidió no ir el domingo a casa de su madre, sabía que con una mirada ella
descubriría que algo no iba bien. La llamó por teléfono, le dijo que tenía
anginas y fiebre y que irían el domingo próximo.
Ese domingo
Pepe empezó a arreglarse para ir a casa de su suegra, canturreaba por lo
bajines mientras se afeitaba en el baño. Ana, en la cocina, preparaba algo para
comer. Tenía miedo de la reacción de Pepe cuando le dijese su propósito de no
acudir a casa de su madre. Había descubierto a un hombre muy agresivo
verbalmente que no se parecía en nada al que había sido durante los primeros
años. Era controlador, intolerante y reaccionario además de usurero y
manipulador. Tenía engañadas tanto su madre como al resto de la familia. Si
ahora algo no funcionaba la culpa recaería sobre ella, porque él era un tipo
encantador.
De pronto,
Pepe, irrumpió en la cocina con algún resto de espuma de afeitar y ligeros
cortes sangrantes en la cara. La miró de arriba abajo, de derecha a izquierda
observando que ella, todavía, en bata, estaba preparando algo para comer. -¿Qué
pasa, no te arreglas para ir a casa de tu madre?- Ella comenzó a sollozar casi
en silencio sin levantar la vista hacia aquel energúmeno sin sentimientos. Él
apresuró los cinco pasos que lo separaban de ella la cogió por el cuello de la
bata y rojo de ira sentenció-¡Mira bien lo que haces, estoy harto, si no vamos
a casa de tu madre ve preparando la maleta y lárgate!- Aquellas palabras
pusieron fin a dos años y medio de convivencia y a los tres de tonteo en que
ella creyó que ese era el mejor hombre que había topado a lo largo de su vida.
Todo comenzó a esfumarse delante de sí, creyó que iba a perder el conocimiento
al sufrir un vahído que le hizo agarrarse con fuerza a la encimera de la
cocina. –“¡Se acabó!”- decía para sí
misma mientras ya no podía reprimir las lágrimas. Todo a su alrededor parecía
ficticio, no podía entender como había llegado aquella situación extrema e
irreversible cuando todo apuntaba, tiempo atrás, a una convivencia serena y
apacible. Oyó como él daba patadas a la puerta de la habitación y puñetazos en
la pared maldiciéndola y deseándole lo peor. Mientras ella tan sólo podía
llorar y sentirse lástima. –“¡No me esperes para comer!”- dijo él dando un
portazo al salir a la calle.
Ana tampoco
comió ese día, tenía un nudo en la boca del estómago y un asqueroso sabor a
amoniaco en la boca procedente del llanto y el dolor reprimido durante meses.
Pensó ella.
Comenzó a
recoger sus cosas, casi maquinalmente, metiéndolas en la misma maleta que con
tanta ilusión había hecho para vivir con Pepe. Miró su monedero para
cerciorarse si había suficiente dinero para coger el autobús de vuelta a casa
de su madre. La maleta pesaba como una ballena- pero el nervio, la indignación
y el dolor, sobre todo el profundo dolor de saber que nunca más volvería a
aquella casa que había montado llena de amor y ternura junto al hombre al que
seguía queriendo muy a su pesar- parecía
volar en sus manos…
Cogió el
autobús de las 5:30. Tenía una hora y media para pensar en lo qué decir a su
madre y hermanas. Hoy, domingo, estarían allí, como siempre hasta las 8 de la
tarde. Pensó en dilatar el tiempo y esperar a que ellas marchasen pero estaba
tan impaciente por poner distancia y huir del que había sido su hogar, que
creyó mejor zanjar el asunto con todos presentes y evitar dar explicaciones por
separado. Así todos tendrían la misma versión de los hechos.
Cuando su
madre le abrió la puerta quedó tan sorprendida que apenas se fijó en las ojeras
y el rostro descompuesto de su hija:-“¡Pero tú no estabas enferma…Y Pepe, dónde
está!”- Sus hermanas ya habían recogido la mesa y se disponían a marchar cuando
oyeron la voz alarmada de la madre y salieron a ver de qué se trataba. Ana de
pie frente a la puerta sostenía la maleta con las dos manos, mientras su madre
y sus hermanas miraban atónitas y sin llegar a comprender aquella situación
extraña. –“¿Qué ha pasado, qué te pasa…?”- Dijeron casi las tres a un tiempo-
…Y Pepe, dónde está Pepe?”- Dijo alguien, sin que Ana pudiese precisar cuál de
las tres preguntaba. –“Ha muerto de un infarto, anoche”- murmulló en un
suspiro, mientras rompía a llorar desconsoladamente. –“¿Qué has dicho?” Dijo su
madre mientras, entre las tres, la metían dentro de la habitación que había en
el pasillo al lado del recibidor para evitar que los niños viesen u oyesen a la
tía Ana. –“¿He oído bien, ha dicho que ha muerto, Pepe?”- Ana se tiró de golpe
en la cama y tapó los oídos para no escuchar los gritos de su madre que, al
oírla, parecía ella la viuda. Mientras tanto pensaba que su mentira no era tan
absurda: realmente para ella Pepe estaba muerto. Debido a este pensamiento
tranquilizador sobre su mentira, comenzó a recuperar la calma. Ahora el horror
estaba reflejado en los rostros de las tres que la miraban buscando respuestas.
–“¿Cómo no has llamado para decirlo. Por qué lo has dejado sólo en un momento
así? ¡¡Dios mío, que desgracia tan
grande!! No comprendemos nada”- decían por turnos estupefactas ante el proceder
de Ana que abandona a su marido (para ellas era marido no pareja) en el lecho
de muerte. Ana se levantó de la cama y procedió a explicar lo ocurrido con una
calma ficticia para mitigar el espanto de las otras.
-“Ayer Pepe
fue, como todos los días, a nadar a la piscina de la urbanización, llegó a casa
un poco indispuesto, palpitaciones, sudores, mareos. En fin, creímos que se
trataba de una indigestión como ya le había ocurrido en alguna ocasión. Le
preparé una manzanilla y estuvo un rato echado en la cama pero no se reponía,
estaba pálido y la sudoración era fría y tiritaba constantemente. Llamó por
teléfono a su cuñado, el médico, hermano de su ex mujer que llevaba años
consultándolo cuando tenía alguna indisposición. Su cuñado restó importancia al
relato de Pepe pero le dijo que si quedaba más tranquilo pasase por su casa porque
era sábado y no estaba en la consulta”- Aquí, Ana, hizo una larga pausa para
hilar el relato que tenía a las tres mujeres boquiabiertas y expectantes.
Prosiguió exhalando un suspiro de resignación. –“Su cuñado vive dos calles más
abajo de la nuestra en el mismo edificio que su hermana, la ex de Pepe y como
sabéis, ella no me puede ver, así que llamamos un taxi y tal como estaba en
casa con bata y pijama se fue a casa de su cuñado. Yo quedé relativamente
tranquila pues no era la primera vez que, como os he dicho, le ocurría algo
similar”- Ana volvió a coger aliento y le pidió a su hermana pequeña algo de
beber. La lengua la tenía como esparto y el sabor a amoníaco no desaparecía de
su boca. Su madre la miraba con un dolor profundo y le acariciaba el pelo
mientras decía- “Pobre hija mía”-
Los juegos y
gritos de los niños que provenían del salón
ponían una nota de realidad a todo aquello. Los maridos de sus hermanas
se impacientaban porque iba a comenzar un importante partido de fútbol: “¡Eh,
nena, nos vamos o qué?”- Decía el marido de la hermana que había ido a por la
bebida. –“Mirarlo aquí hasta el descanso, chis…Luego te cuento”- Oyó decir a su
hermana, a la vez que pedía silencio a los niños.
Ana estaba
deseando poner fin a la farsa cuanto antes. Se encontraba exhausta y muy
aturdida. Necesitaba estar sola para pensar en el giro que debía dar a su vida.
Con esta pantomima trataba de evitar los comentarios sobre su poca “vista” para
elegir pareja… ¡Pepe era una buena elección…pero el destino se lo había
arrebatado! Eso era lo que quería que pensasen su madre y hermanas. Bebió de un
trago el vaso de agua y continúo su relato - “Al cabo de dos horas comencé a impacientarme.
No sabía nada de Pepe y nadie llamaba para informarme. Para tranquilizarme pensé
que estaría de charla o tal vez le habrían invitado a cenar dado que eran más
de las diez de la noche. Me puse a ver una película mientras esperaba el
regreso de Pepe. A eso de las once sonó el teléfono. Era Manuel, el hijo mayor
de Pepe, que me comunicó que su padre había entrado en el hospital con parada
cardiorrespiratoria. Le pregunté en qué hospital estaba y dijo que era mejor
que no fuese pues su madre estaba allí con Pepe presa de un estado de
nerviosismo tal que desaconsejaba mi presencia y añadió: prometo llamarte cuando lo
estabilicen; además está inconsciente y no se enteraría de que estás aquí. Te
llamo en cuanto sepa algo. ¿De acuerdo?”- Al llegar a este punto de la
historia, Ana se vino abajo y comenzó un llanto inconsolable que su madre y hermanas
atribuían a la situación tan horrorosa y humillante de no poder acudir a
visitar a su marido en un momento tan duro. –“Esa mujer es una perra”- vomitó
la madre de Ana llena de indignación. – “¡A buenas horas iba yo a hacer caso de
la advertencia de ese muchacho, faltaría más…!” Sus hermanas pensaban igual que
su madre: Ana tenía que haberse presentado en el hospital y hacerle ver a la
impresentable señora que, le gustase o no, ahora la mujer de su marido era Ana
y la que no pintaba nada allí era ella.
Ana justificó
su actitud por Pepe. No quería que sufriese viendo una escena tan incómoda en
una situación de suma gravedad. Tampoco
pensaba que el desenlace fuese el que fue. Pensaba hablar del tema con
Pepe sobre su ex cuando éste se recuperase. La justificación parecía creíble y
las tres mujeres asintieron con la cabeza diciendo que era lo más sensato por
el bien del enfermo. Ana respiró tranquila y prosiguió tratando de tener
repuesta para las preguntas que vendrían después: ¡Dios, que difícil era matar
a alguien que estaba vivito y coleando…!
-“Manuel
volvió a llamar sobre las doce de la noche diciéndome que su padre acababa de
fallecer”- Ana, no podía más…casi se creía que Pepe, en realidad, había muerto
de un infarto y entre sollozos añadió: -“En este momento lo están velando en el
mismo hospital que ha muerto, he pasado allí toda la noche junto a su ex mujer
e hijos. Ella no me dirigió la palabra en todo ese tiempo y a primera hora de
la mañana cuando comenzaron a llegar familiares y amigos de la ex pareja se
acercó y me pidió, por favor, que me marchase a descansar a casa, advirtiéndome
de lo poco que podía hacer ahora que Pepe había muerto y que correspondía a
ella y sus hijos ultimar los trámites para el entierro. Me rogó, por la memoria
de Pepe, les evitase a ella y a sus hijos el bochorno y lo incómodo de mi
presencia en un acto que correspondía a su verdadera familia. Y, ahora, por
favor, no me preguntéis por qué razón accedí a tan despiadado propósito porque,
verdaderamente, ni yo misma sé que responder a eso. Hablaremos de ello en otro
momento, cuando pueda digerir lo ocurrido ayer… ¡Me parece estar viviendo una
pesadilla. Aún no puedo creer lo ocurrido!”-
Oportunamente
el partido de fútbol había llegado al descanso y los maridos reclamaban a sus
mujeres para llegar a casa antes de que comenzase la segunda parte.
Cuando
marcharon, Ana se abrazó a su madre en busca de protección como cuando era niña
y presentía sentir correr al hombre del saco tras ella.
Su madre iba
a decirle algo sobre lo ocurrido a Pepe, pero ella con un gesto le tapó la boca
y dijo: -“¿Mamá, puedo dormir contigo esta noche?”- Su madre entendió el
mensaje y permanecieron insomnes pero abrazadas hasta el amanecer.
En aquella
casa no se volvió a mencionar a Pepe.
Seis años
después la madre de Ana fallecía a causa de un cáncer sin saber que Pepe no
había muerto. A sus hermanas les dijo la verdad unos días después del entierro
de su madre cuando se estaban repartiendo las cosas personales que su madre
dispuso antes de morir. –“Chicas queréis saber un secreto muy secreto…
secretísimo?”- las otras dos miraron con
extrañeza la ocurrencia de Ana, en un momento de tanto recogimiento y emoción
contenida. Se quedaron quietas mirándola con estupor ante el sacrilegio de
romper con semejante banalidad aquel momento tan íntimo y doloroso- “¿Sabéis
una cosa? Pepe no murió, a Pepe lo maté yo”- Las dos hermanas se echaron hacia
atrás pávidas de miedo ante la locura temporal de su hermana. Se abrazaron e
intentaban salir del cuarto para buscar ayuda médica. Cuando Ana intentaba
serenarlas, aproximándose a ellas para calmarlas, las otras retrocedían hacia
la salida de la casa. Aquello parecía un vodevil y Ana soltó una sonora
carcajada pero a las otras no les hacía gracia alguna ver a su desequilibrada
hermana reírse como las locas. Viendo que la situación se escapaba de su
control, se puso seria y les habló tranquilamente de lo ocurrido. –“Perdonarme,
tal vez no me expresé bien. Quiero deciros que, en realidad Pepe no ha muerto,
me lo inventé para que dejaseis de compadecer mi mala suerte con los hombres…
quizá no elegí el mejor momento para decirlo, pero creo que a mamá no le
gustaría vernos tan tristes. Lo hago por ella, sólo por ella para que, desde donde
esté, nos vea felices y unidas como siempre”- El alivio de la tensión vivida
acabó con unas carcajadas al unísono.
El amor por
Pepe se iba desvaneciendo con los años. Cada otoño las hojas caídas y arrastradas por el viento se llevaron a poquitos el desamor de Ana para, finalmente, acabar convirtiéndose en un chascarrillo entre ella y sus amistades que lloraban de risa
cuando les contaba “cómo mató a Pepe”
Y colorín, colorado este cuento para abuelitas, ¡ha terminado!
Y colorín, colorado este cuento para abuelitas, ¡ha terminado!
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